miércoles, 18 de mayo de 2016

DÍAS DE GUARDAR de Carlos Pérez Merinero - Rendido a sus pies (todavía no se cómo) - Valoración 9 sobre 10


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Nº de páginas: 264 págs.

Año edición: 1981 (2014)

Editorial: REINO DE CORDELIA

Igual, querido Pepe, a ti te gusta desde el principio, o, si eres tan puñetero como yo, estarás a punto de soltarla en la página 50. No lo hagas. Aguanta y no te arrepentirás.

Ahí tienen a esa pánfila, por ejemplo. Me liga ayer noche, me trae a su casa, le echo unos cuantos polvos bien echados —y no es porque se los echara yo, pero polvos como ésos seguro que no los ha conocido en su puta vida; se corría que daba gusto—, y todavía sigue pidiendo candela. Como decía un cura que había en mi pueblo —un cabronazo, como todos ellos, de aquí te espero, que se limpiaba el culo todos los días con el Osservatore Romano y se quedaba tan pancho—, es que las pobrecitas tienen el cerebro más chico. Encima de gilipollas, son desagradecidas y encima de desagradecidas, gilipollas.”

Eso al principio. Por poco feminista que seas te sentirás como un hereje en el potro de tortura de la Inquisición. Como te decía, estimado Pepe, por la página 50 ya tenía la novela clasificada como negra garrapatera, cutre-noir, cosas así, y a un tris de dejarla. Pero espoleado por un prurito del deber (un abnegado, ya me conoces), sigo adelante y siento que la obra me va ganando, me vence página a página, hasta alcanzar un triunfo total. Irrefutable. Puede que por insistencia, por acumulación o lo que sea, pero ese pedazo de bestia, Antoine, te derrota y quedas tirado a sus pies.

Antoine, hijo de emigrantes españoles en Francia, se foguea como segundón en la mafia gabacha, bajo las órdenes de un tal Lebrand, hasta que para en la trena condenado por proxeneta:
“¡Ah, se me olvidaba! La acusación fue por proxeneta. Yo, al principio, no sabía de qué iba eso de proxeneta. Después me enteré de que me habían condenado por chulo de putas. Justo justo lo que yo no he sido en mi puta vida. Y no es que me molestara la cosa, qué va —¡qué más hubiera querido yo que ser chulo de putas!—, pero es que los jueces —otra panda de aúpa— no dan una. Es cabreante la cosa, no se crean.”
Cumplida la condena, lo expulsan del país y se planta en Madrid decidido a hacerse rico en cinco días. ¿Cómo?. Atracando dos bancos, una Caja Postal de Ahorros y una joyería; rápido, de una tacada, no lo vaya a dar por rajarse. Y lo consigue, después de tres o cuatro asesinatos, nosecuantas violaciones, sin que los intervalos alcohólicos supongan un obstáculo.

Es tan perezoso que, por no contar el dinero, espera a que los periódicos le informen del monto del botín:
Además, con un poco de suerte, viene algo en el periódico y me dicen lo que he birlado. No estaría mal; me ahorraría el trabajo.”

Su espíritu de contradicción es antojadizo y extemporáneo. Cuando un taxista “canijo con muchas patillas y los dientes con más sarro que la hostia”, empieza a alardear de cuanto liga con las mujeres que suben al taxi buscando guerra, Antoine va y le suelta: “A lo mejor su señora, mientras está usted trabajando, también anda por ahí haciendo favores.” El taxista, pasmado, frena bruscamente y el conductor de una furgoneta le grita:
—¡Taxista, cornudo!
—¿Lo ve? —le digo—. Todo dios sabe que es usted un cornudo.
La escena no tiene desperdicio. Y hay muchas así, de manera que el efecto acumulativo te conquista. Aunque, mirado frase a frase, no detectes un ingenio especial, al terminar el libro te invade la sensación de que, con una rara sutileza, el autor se ha ganado tu respeto.

El prologuista la define como una novela de culto de “el más conocido de los escritores poco conocidos”. Algo de eso hay.
Si me pongo académico (no puedo evitarlo, mi admirado Pepe), puedo rastrear la genética literaria de Pérez Merinero desde el ínclito Alfonso Paso (cuando TVE era en blanco y negro), desmelenado y con caspa, pasando por la violencia gratuita de Jim Thompson, la bravuconería sexual de Bukowski, hasta el descaro juvenil del Holden de Salinger en “El guardián entre el centeno”. Todos esos “Si hay algo que me jode…”, “Si tengo una virtud es que …”, o “Es algo que no puedo remediar…”, son calcos del: “Si hay algo que odio en el mundo es el cine. Ni me lo nombren.” O el “No aguanto ese tipo de cosas. Me sacan de quicio.” Del inolvidable Holden.
Si Alfonso Paso, Thompson, Bukowski y Salinger son sus ancestros, ¿Quiénes son sus descendientes?. Pues los Montero Glez, Julián Ibáñez, Carlos Salem, Carlos Zanon, entre otros. Alguno un cutre-noir con prosa de seda.
Nada, que ya estoy leyendo a Glez o Salem. Te cuento, mi indulgente Pepe.
(P.D. Y si este post sirve para que un despistado/a lea El guardián entre el centeno de J. D. Salinger, lo doy por bueno)



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